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Intrusismo profesional versus intrusismo entre sexos

Intrusismo profesional versus intrusismo entre sexos       Algunas reacciones no dejan de sorprenderme, especialmente en pleno siglo XXI.  Siempre he creído que toda persona es libre de iniciar su propia aventura en el campo profesional por el que, en un momento determinado, se sienta atraído. No critico, por tanto, al torero que aspira a convertirse en estrella del pop, ni al deportista que quiere hacer una incursión en el mundo del cine, ni al carnicero que aspira a convertirse en piloto de fórmula uno, ni al abogado que busca hacerse un hueco entre los más admirados chefs… Nunca está de más tener un pequeño sueño, ¿no?

     Ahora bien, cada uno de ellos debería estar también dispuesto a reconocer sus propias limitaciones y a admitir las críticas más despiadadas. Así, el torero debería estar dispuesto a aceptar que de su garganta no sale ni un solo acorde aceptable; el deportista, que su papel no es en absoluto creíble; el carnicero, que avanza más en bici que en el último prototipo de Ferrari; y, el abogado, que cualquier juez estaría más que dispuesto a encerrarlo por atentar contra la salud pública. Pero todo esto, claro, ha de ser previamente probado.

     No sucede lo mismo con el intrusismo entre sexos. He aquí el último ejemplo que me ha tocado de cerca. Se me ha estropeado la lavadora y he llamado al servicio técnico para que vengan a repararla. Por supuesto, como es jueves por la mañana y están “terriblemente ocupados”, me hacen pasar todo el fin de semana sin lavadora. Acuden, por fin, después de varias llamadas desesperadas, todo hay que decirlo, el lunes a primera hora. Como yo no estoy en casa, una amiga recibe al técnico que rescata de las entrañas de la máquina un par de conchas de mar y un trocito de plástico de aspecto sospechoso. Hasta aquí nada fuera de lo normal. El muchacho saca el impreso de la factura y rellena todos los campos. Nada que objetar, todo muy profesional. Mi amiga le entrega un billete de 50 € y aquí empiezan los problemas. Al parecer, se trata de un billete  tan poco corriente que el técnico, a pesar de ser el primer domicilio al que acude esa mañana, no ha previsto que podría necesitar cambios y empieza a quejarse. Mi amiga, cómo no, se compadece y llama a las vecinas para conseguir los preciados cambios. No hay suerte y opta por bajar a la farmacia, escoltada por el técnico, por supuesto, no vaya a ser que le dé por echar a correr y huir a refugiarse en el club de los morosos. Por fin consigue su objetivo y el técnico se marcha satisfecho. ¡Qué bendición! La lavadora vuelve a funcionar.     

     Es miércoles por la mañana y me marcho al trabajo. Antes de hacerlo pongo el lavavajillas. Mi amiga, que también me ayuda con las tareas del hogar, llega a mi casa y se encuentra con una perfecta réplica del océano Atlántico en medio de la cocina. Algo sucede con el lavavajillas y opta por apagarlo. Al llegar a casa me encuentro una nota e inmediatamente me doy cuenta de lo que ha sucedido. El técnico de la lavadora, que había estado manipulando los tubos, ha dejado mal el del lavavajillas y el agua ha salido inundándolo todo. Es la segunda vez que sucede. Hace un par de años tuvimos el mismo problema y fue mi compañero el que finalmente arregló el desaguisado. Me intento relajar y me dispongo a prepararme la comida. A estas horas tengo un hambre voraz y decido prepararme un plato de pasta. Me impaciento. La comida tarda más, mucho más, de lo esperado. De repente, mis ojos se clavan en la vitrocerámica. El pilotito no funciona y empiezo a mosquearme. Retiro la cazuela de la placa y, ¡oh, sorpresa!, aquello está más frío que la ganadora de Miss Frígida 2005. Me desespero. El técnico me ha arreglado la lavadora y, al mismo tiempo, me ha inutilizado el lavavajillas y la vitrocerámica. Les llamo indignada y les explico con pelos y señales mi desesperada situación. La mujer que atiende mi llamada me comunica, con una voz muy profesional, que pasará el aviso al técnico. Me tranquilizo. Algo tan urgente como no poder cocinar con este tiempo invernal ha de ser resuelto en breve. Sólo mi peor enemigo se regocijaría al saberme condenada a comer frío, probablemente ensalada y embutido un par de veces al día. La tarde toca a su fin y el técnico no ha aparecido. Tengo un cabreo impresionante. Llega la mañana y, nada más levantarme, cojo el teléfono. Marco una y otra vez el teléfono del servicio técnico, pero en vano. Tengo que irme a trabajar. Mi buena amiga me dice que se lo deje a ella. Llama insistentemente hasta que finalmente cogen la llamada. Mi amiga vuelve a repetir la situación y, de nuevo muy profesionalmente, le aseguran que el aviso ya está pasado. Mi amiga amenaza con denunciar el caso y con pasarles las facturas del restaurante por cuantas comidas y cenas sea necesario. Esto parece tocarles la fibra sensible (esa que muchos no tienen en el corazón, sino exclusivamente en el bolsillo) y, finalmente, se apiadan de mí. El técnico pasará esa misma mañana. Aparece el técnico con un humor de perros y cara de bulldog cabreado. Ante las explicaciones de mi amiga, le espeta, de muy malos modos, que está clarísimo que él no tiene nada que ver con mi tsunami doméstico. El tubo del desagüe está atascado y por eso se ha salido todo el agua del lavavajillas. Mi amiga le comenta que esto no es posible ya que la lavadora funciona ahora con total normalidad. El técnico sigue en sus trece. Él, un profesional como la copa de un pino, con experiencia, y “hombre” para más señas, no tiene porqué hacer caso a ninguna maruja histérica (esto último, por supuesto, no sale de su boca, pero su actitud desafiante no deja lugar a dudas). Se trata de un caso clarísimo, no ya de intrusismo profesional, sino de algo muchísimo más grave: intrusismo entre sexos. Es un atasco, y punto. Él no va a arreglarlo porque nada tiene que ver con su actuación.  Mi amiga insiste y, con infinita paciencia, le explica que se trata de un piso ya antiguo en el que el mismo desagüe sirve tanto para la lavadora como para el lavavajillas. Seguramente él está pensando en ese mismo momento que ella, una mujer, es incapaz de entender la diferencia entre un desagüe y un agujero negro en el espacio. Ella le dice que hace dos años tuvimos exactamente el mismo problema, y finalmente, no sé muy bien si por dejar de oírla o como un gesto de condescendencia masculina, decide echar un vistazo. ¡Ay, vaya!  Parece que finalmente la aficionadilla a la fontanería doméstica tenía razón. Bueno, cualquiera, hasta el mejor profesional, puede equivocarse. Además de vez en cuando, hay que hacer bueno eso de que la excepción confirma la regla, ¿no?  Sí, efectivamente se le olvidó volver a colocar el tubo en su lugar. No pasa nada, un par de hábiles maniobras y voilà, todo arreglado. Todo no, comenta mi amiga. También tienes que reparar la vitro. Ni hablar, eso si que no, es algo que no entra dentro de mis competencias. Que sí, que no. Que ni hablar, que por supuesto. Que me marcho, que no se te ocurra irte. Riiiiiiing. Suena el teléfono. Mi compañero ha encontrado un huequecito para ver cómo marcha el asunto. SOS, el tipejo (perdón, quiero decir, el técnico) en cuestión quiere poner los pies en polvorosa y condenaros a la dieta fría. Pásamelo. Que sí, que no. Que ni hablar, que por supuesto. Que me marcho, que no se te ocurra irte. Bueno, vale, voy a hacer una excepción. Por increíble que parezca, los mismos argumentos en boca de un hombre suenan muchísimo más convincentes. Anda, guapa, pásame un trapito, que voy a secarte el enchufe. Lo seca y lo vuelve a secar, enciende la vitro y ¡oh, milagro, FUNCIONA! Me voy, ya tienes todo tal y como lo encontré, adiós. Adiós, gracias.

     Vuelvo a casa y me encuentro otra nota. Todo en orden. Voy a probar la vitro antes de hacerme ilusiones. ¡Horror! Por supuesto, ya no funciona: el pequeño tsunami ha sido tan bestial que la humedad vuelve a impedir el normal funcionamiento del enchufe. Anda guapa, caliéntate algo en el microondas e intenta secar el humedal valenciano un poquito más tarde. Yo también me decido por el intrusismo y, salvando las distancias, emulo a un prestigioso peluquero, intentando hacer un pequeño milagro, secador de pelo en mano. La paciencia que, todo sea dicho, no se encuentra entre una de mis virtudes, consigue salvar mi dieta. 

     Llega la noche. Voy a calentar un poquito de leche en el microondas. ¡Qué paz! El día llega a su fin. Por cierto, ¿qué es ese ruido? Corro hasta la cocina. El microondas se ha sumado al motín y ha decidido estropearse en este preciso momento. Sin perder un segundo lo apago antes de que explote. Ya está, lo tengo decidido. A la porra con las reparaciones, no podría volver a soportarlo, y lo primero, por supuesto, es mi salud mental. Mañana mismo compro uno nuevo.

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