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Siete de diciembre

Hoy vuelvo a tener otro de esos ratitos de bajón. No es un bajón cualquiera. Es uno de esos bajones que me producen una profunda tristeza.

 

 

Es siete de diciembre. Hasta hace unos cuantos años este día era sólo uno más, uno de esos que simplemente formaban parte de la cuenta atrás hacia la Navidad, hacia un nuevo año, hacia un futuro siempre esperanzador.

 

 

Hace algo más de un par de años, uno de esos tontos impulsos irrefrenables que a menudo suelo tener me llevó a empezar a conocer (de verdad) a Indiana. Desde entonces, este día se convirtió en una fecha especial y en un motivo de alegría.

 

 

Sin embargo, hace algo menos de un año Indiana decidió poner punto y final a su viaje, y yo permanecí en el tren. Inmediatamente intuí que la despedida, aunque adornada de palabras amables y sinceras, era definitiva. Y yo cumplí mi parte del pacto: nada de hacer preguntas, nada de pedir explicaciones, sólo mi aceptación y mi despedida. Pero he de confesar que, a pesar de todo, no he dejado en ningún momento de mirar a través de la ventanilla por si se dejaba caer por alguna remota estación. Otro síntoma claro de mi enfermedad crónica: una mezcla del espíritu Pollyanna y de la necesidad de aferrarme al Principio de Incertidumbre.

 

 

Hoy le he enviado un breve mensaje y un pequeño detalle en forma de canción. He intentado con todas mis fuerzas ser breve, concisa y no dejar traslucir la intensa pena que estaba sintiendo. Sólo quería que supiese que me sigo acordando y que le deseo, como siempre, todo lo mejor.

 

      Felicidades, Indiana. Cuídate muchísimo y no te olvides nunca de sonreír.

 

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